Hay cosas que no se ven,
pero te dejan sin vida en las manos.
Te incapacita, aunque suene exagerado a quien nunca ha sentido
que el cuerpo se convierta en obstáculo
y la noche, en enemigo.
Dormir ya no es descansar,
es negociar con un cuerpo que no te obedece.
Y afuera, el golpe es triple:
social, laboral, personal.
Eres adulto, pero a veces te miran como si fueras un niño roto,
como si hubieras fallado en ser fuerte,
como si fueras frágil por decisión propia.
Miedo al ridículo.
Miedo a mostrar lo que no puedes controlar.
Miedo a que tus manos hablen más que tus palabras.
Ojalá entendieran que no siempre decides tú,
que hay batallas que no eliges,
solo aprendes a sobrevivir dentro de ellas.
Hay días en los que cambias picor por dolor,
como quien elige el mal que puede entender.
Heridas que no buscan llamar la atención,
solo apagar un incendio que nadie ve.
Y sí, encuentras a gente que vive lo mismo,
que sabe leer el cansancio en los ojos
y el miedo en los silencios.
Pero ni siquiera eso siempre basta.
Porque hay noches en las que ni el abrazo de quien entiende duele menos,
ni la compañía salva del pensamiento más frío:
que seguir viviendo así también quema.
Y a veces lo único que puedes hacer
es quedarte quieto
y dejar que duela,
porque no hay fuerza para nada más.