Hay etapas en las que el cuerpo se vuelve cárcel
y la mente, un lugar donde todo eco duele.
No sabes si estás viviendo o solo pasando los días,
esperando que alguno duela menos que el anterior.
Da miedo despertar.
Da miedo pensar.
Porque a veces lo más difícil no es el dolor,
sino la certeza de que seguirá ahí.
Los amigos se van sin querer irse,
pero el silencio pesa más que las palabras que no saben decir.
Y te acostumbras a la ausencia,
como quien aprende a convivir con un fantasma.
Ella sigue ahí.
Te mira cuando no te atreves a mirarte,
te busca en lo poco que queda de ti.
Intenta arrancarte el miedo con ternura,
pero hay miedos que ya no se dejan tocar.
El tiempo te roba espacio, manos, independencia.
Te deja sin margen para ser tú.
Y un día te das cuenta
de que incluso respirar se ha vuelto un acto aprendido.
Entonces llega la noche,
y con ella el pensamiento que nunca dices en voz alta:
que tal vez sería más fácil no estar.
No por rendirte,
sino porque no encuentras razón para seguir intentando ser.
Y te quedas ahí,
quieto,
mientras todo sigue su curso,
como si el mundo ya no te incluyera,
como si tú mismo hubieras empezado a irte sin decir adiós.