Hay días en los que el tiempo no pasa.
Solo duele despacio.
Como si el reloj te recordara que sigues aquí,
sin saber muy bien para qué.
Intentas convertir la espera en esperanza,
pero no hay respuestas.
Solo silencios que pesan más que el cuerpo.
La soledad no llegó sola.
Te la regaló la enfermedad,
te la impuso sin pedirte permiso.
Ahora es tu única compañía,
esa que no se va aunque la odies.
Hay una distancia que no se nota,
pero se siente.
Un espacio entre tú y el mundo
que huele a rechazo,
a piel que los demás prefieren no mirar.
Te escondes.
No por vergüenza,
sino por cansancio.
Para que no te vean rascarte,
para no explicar otra vez lo que nadie entiende.
Y en esa espera que no sana,
te descubres pensando
que tal vez sería más fácil
dejar que la vida pase sin ti.
No porque quieras irte,
sino porque ya no sabes cómo quedarte.
Toda una vida de dolor.
De aguantar, de fingir normalidad.
De ser fuerte cuando no queda fuerza.
Y aun así, el mundo sigue.
Como si tu dolor no contara.
Como si no existieras.